Con una mezcla de melancolía y alegría busqué al hombre que tantos años me acompañó y lo encontré dormido. Decidí que fuera el último. Me levanté con cautela y fui a darles un beso a cada uno de mis hijos.
Entre en sus cuartos como una exhalación y todavía pude acomodarles sus colchas. Los había reunido conmigo sin decirles el motivo y fueron ellos quienes apaciguaron mis ansias durante la espera. Luz, mi adorada nieta, fue la única que me sintió en la habitación y me retuvo al besarla en la frente. Heredó esa conexión con la espiritual de las mujeres de mi familia.
Recorrí por última vez los corredores de la casa colonia en la que pasé tantos años y tantas alegrías, parecía que los geranios de las ventanas y las enredaderas también se despedían.
Al fin regrese a mi habitación y me acosté junto al viejo barbudo en que se había convertido el amor de mi vida. Dibujé los contornos de su boca de pecado y aspiré su olor a tabaco. Eran mis minutos finales con él. Lo amé con locura. Aún en nuestra vejez seguí amándolo como una adolescente. Nunca estuve segura si él me amó o si sólo intentó llenar conmigo ese vacío que lo atormentaba desde que lo conocí.
Fue de las pocas cosas que mamá no me explicó, quizá para que siguiera siendo feliz.
Al principio tenía la angustia de dejarlos solos, pero a mediad que florecían las rosas me di cuenta que ya no me necesitaban, ni siquiera mi barbudo querido, que ya se calentaba el café por las mañanas.
Así tranquila dejé todo aquello que me hizo feliz en mi vida terrena. Partimos entre las rosas, y yo sabía que era mi tiempo de relevar a mamá.
-Una cosa, mamá…
-Dime.
-¿Quién era esa sombra negra que me asustaba siempre?
-Tu abuelo.
-¿El abuelo?-exclamé asombrada.
-Sí, siempre le gustó andar por ahí jugando a los sustos, y dice que después de morir el juego es mejor.
Poco a poco nos alejábamos de mi vieja casa. Era un camino largo, sin retorno y el espacio se convirtió en mi nuevo hogar. Aquí esperaría el lento final de los demás, charlaríamos en sueños, como antes hizo mamá.
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